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sábado, 5 de marzo de 2011

Montañas

Montañas


(...) había crecido entre montañas (...)

     Nuria había crecido entre las montañas. Eso le hacía feliz. No era porque fuera robusta, que lo era, o porque tuviera el rojo en las mejillas a causa del frío.
El viento de las montañas es diferente...
     Era feliz porque en las montañas uno siempre es más feliz que rodeado de casas. Los montes te dejan correr, y respirar, y sentir el viento. El viento de las montañas es diferente al de los pueblos y no tiene nada que ver con el de las ciudades. Es un viento que no se ha dejado cazar por los hombres, y puede llevársete de un soplido si le has caído mal. Nuria sabía todo esto porque en una ocasión sintió que el viento le perdonó la desfachatez de subir a una montaña más alto de lo que solían las personas. El viento no se la llevó porque había subido sin ningún motivo, sólo para disfrutar de la vista. Luego la montaña se portó también bien con ella, y pudo descender al valle sin hacerse daño a pesar de la pendiente. Eso es importante para un niño, porque si en una expedición se hace daño, los padres no le vuelven a dejar ir, y si se lo permiten es tras escuchar una larga sarta de consejos, advertencias y amenazas, que hace que el niño pierda todas las ganas.

A Nuria le gustaban muchas cosas de los montes, el sonido de los grillos, el cantar de los pajaritos, el leve crepitar de la nieve al caer. Y también había cosas que no, como las peleas entre los chicos y los no tan chicos, siempre por cosas sin importancia. Realmente, había muchos jabalís en su pueblo, muchos gamberros, no mala gente, sólo un poco bestias. El clima no permitía muchas sutilidades, pero de vez en cuando aparecía alguien capaz de además de ver las montañas, poderlas cantar. Nuria era uno de esos pequeños milagros.


     Su felicidad era tanta, que no entendía por qué la gente alardeaba tanto de sus vacaciones. ¿Para qué irse lejos del pueblo, si aquí ya hay todo lo necesario? Sabía de los mares y océanos, pero no le interesaban. “Si algún día me hace falta, ya iré a ver el mar”, decía. Eran las eternas discusiones, Nuria era un bicho raro para la mayoría de la gente. Pero a veces, ella se sentía mal, no le gustaba verse tan diferente. Había quien incluso le atacaba directamente, le decían que no tenía personalidad, y la comparaban con ellos mismos, eso era lo peor.

(...) pasar desapercibida...

     Pero ya habían pasado unos años desde aquello, y Nuria volvía a sentirse bien. Al final fue necesario ir a una ciudad costera, así que se fue. Sabía que volvería, pero no cuándo. Su temperamento paciente era una ayuda, aunque a veces quería que la espera acabara y así poder volver a sus montañas. Los estudios de Nuria no fueron muy largos, apenas tres años. En ese tiempo conoció a mucha gente, hizo varias amigas, también raras como ella. En las ciudades uno pasa más desapercibido, eso es bueno. Nuria siempre quiso pasar inadvertida, pero al parecer era imposible. Quizá era porque su aspecto siempre fue triste, con una tristeza viva y doliente. Pero siempre estaban ahí las montañas, para poderse refugiar y ser feliz...







     Así que ahora Nuria ya había vuelto al pueblo. Pensó que el aire marítimo le había sentado bien, y que tenia un aire distinguido, quizá ahora me dejen en paz. Al menos tengo estudios, no soy una aburrida pueblerina. Así iba reflexionando, pensando en los nombres de las personas que encontraría, los parientes más próximos, y en qué les diría... Pero cuando el autobús hizo la última curva y se paró, ella cogió sus cosas y se las dejó a su padre, que había estado esperándola diez minutos. Echó a correr hacia la montaña Lita, la más cercana, y al llegar se sumergió en ella, la abrazó estirando los brazos todo lo que podía, y empezó a cantar la canción que la montaña le había enseñado cuando era una niña. Al acabar, Nuria le susurró: “Ya he vuelto, diles a las otras montañas que luego les pasaré a ver”.



     Su padre, que ya la había alcanzado, le hizo un gesto con la gorra y pensó: “Esta niña no cambiará nunca...”



Maite.




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